jueves, 14 de julio de 2011

DE LA NOCHE A LA MAÑANA


Por: Jorge Armando Piedrahita Cabrera

“En un cementerio de pueblo, perdido en un pedregal, con unas poquitas cruces y unas matas de radal. Va oscureciendo y ante la tumba olvidada de su hijo, un paisano viejo viene a rezar. Se santigua por dos veces y luego así le hablará…”. (fragmento del poema típico costumbrista "Por eso" del Indio Duarte)

No eran más de las tres de la tarde, cuando sentadas en unas butacas de madera, frente a un orinal que abría y cerraba una entrepuerta de madera, al mejor estilo de las cantinas en aquellas películas del viejo oeste norteamericano, Irene y Clementina, ya habían perdido la cuenta de las cervezas que se habían tomado cada una.

El par de comadres se hallaban nada más y nada menos que en la ‘Ultima lágrima’ una de las chicherías más reconocidas del barrio El Libertador frente al viejo Cementerio del Sur, por la Avenida 27, muy cerca de donde termina la Carrera 30, precisamente al lado del Santander y el Eduardo Frey, otros dos barrios de gran tradición en esta parte de la ciudad de Bogotá.

Ya sólo estaban ellas; los amigos se habían marchado, quizás ahuyentados por la pertinaz lluvia que a esa hora había bajado su intensidad, pues durante el sepelio parecía un vendaval. Ni siquiera se inmutaron por pensar en quién iba a pagar la cuenta. Eso era lo de menos, de algún lado saldría el dinero. Si se había conseguido plata para el sepelio con todo y las necesidades que tenían, unas cuantas ‘polas’ no iban a cambiar el panorama.

Apenas un par de horas atrás, Irene había enterrado lo que más quería en la vida; lo único que tenía; su gran amor: Octavio.

Una absurda y mala jugada del destino había impedido que en diciembre, como él se lo había prometido, se casarían. Ya no podrá vestirse de blanco como era su gran sueño y así poder mandarle las fotos a su mamá para que ella se sintiera orgullosa. Ya no tendrán los cuatro ‘pelaítos’ que habían planeado. Ya no sacarían en arriendo ese apartamento que tanto querían por los lados de Meissen, ni pondrían el negocio de chance que habían imaginado con su esposo. Lo único que se le escuchaba decir cada cinco minutos era aquel estribillo, el mismo de ese viejo tema musical: “todo se derrumbó, dentro de mí, dentro de mí, hasta mi aliento ya, me sabe a hiel, me sabe a hiel…”

De nada sirvieron los mariachis, ni la larga fila de amigos que en medio del torrencial aguacero llegaron hasta el lugar. Porque ese día estaban todos: sus amigos del barrio, los de infancia, aquellos que manejaban bus en la empresa, los que jugaban microfútbol con él los viernes por la noche; hasta sus compañeros del colegio llegaron ese día. Nadie quería dejarlo ir sin rendirle antes una despedida.

Pero ahora están allí, solas las dos comadres. Llorando ‘a pierna suelta’ como decía mi abuela, la una en el hombro de la otra. Irene estaba inconsolable esa tarde. Se quería morir, y por eso tomaba como nunca antes lo había hecho en la vida. Quería intoxicarse o mejor dicho 'beber hasta perder el sentido'. Quería salir de esa realidad que le recordaba a cada instante que tendría que acostumbrarse a vivir sin él, sin el Octavio de sus amores.

De qué servía que el Ejército le hubiera entregado sus pertenencias: una vieja billetera en la que al abrirla, era inevitable ver la postal del último estudio fotográfico que se habían sacado juntos después de la reconciliación. De qué servían ahora las llaves de la pieza, el uniforme verde oliva que ya nunca más le verá puesto, y esa medalla plateada que siempre llevaba colgando del cuello.

Dos veces se había desmayado durante el funeral. Pero cuando sus amigos levantaron el féretro para introducirlo en aquel lúgubre y frío hueco, no lo soportó más. Sus gritos desgarradores rompieron el silencio del lugar, como haciéndole eco a los truenos, que a esa hora parecieron unirse a sus lamentos.

“No te vayas…, no te vayas, mi amor, no me dejes…, te lo ruego”, fue lo último que se le escuchó decir. Después cayó dormida.

Ya no importan la sarta de borrachos que morbosamente la miran desde otras mesas, o el estridente sonido que salía por los bafles de la vieja rockola y que en cualquier momento dejaría de retumbar en el ambiente. Lo único que logró que Irene levantara la cabeza que tenía recostada sobre la mesa, fue la voz de Darío Gómez. Ella alzó la cara, y luego de mostrar su mirada perdida, tarareó un poco de ese conocido corrido popular: “naaaadie es eteeeeerno en el muuuuundooooo, niiii teniendoooooo un corazóóóóón….”.

Y es que la letra del disco hasta le salía. Le quedaba perfecta: "...Cuando ustedes me estén despidiendo..., con el último adiós de este mundo, no me lloren que nadie es eterno, nadie vuelve del sueño profundo... Sufrirás, llorarás, mientras te acostumbres a perder, después te resignarás, cuando ya no me vuelvas a ver..."

Al otro día, al despertar, Irene supo que había vivido la peor de sus pesadillas. Tirada en un potrero cerca de su casa, y con la ropa sucia y rota como clara muestra de la distancia que anduvo a rastras, no entendía aún cómo la vida le había cambiado de la noche a la mañana.

Tuvieron que pasar varios años antes de que Irene pudiera, con toda tranquilidad, volver al cementerio en donde estaban guardados los restos de su gran amor. Tomada de la mano de Felipe, su nuevo compañero sentimental, logró finalmente armarse de valor para visitarlo, quizás por última vez; no sólo para cumplirse a sí misma la promesa de no olvidarlo jamás, sino también para librarse de aquellos fantasmas que desde hacía un buen tiempo no la dejaban en paz. Es que eran noches tras noches de desvelos. Varias veces tuvo que soportar incesantes pesadillas, y levantarse a la madrugada luego de escuchar ruidos extraños en distintos lugares de la casa. Es como si los recuerdos de Octavio le impidieran rehacer su vida.

Pero ese día, para ser más exactos un martes, que por pura coincidencia marcaba en el calendario el número 13, se acabaron sus tormentos. O por lo menos eso fue lo que pensó Irene, cuando llegó hasta la tumba donde seis años atrás se había despedido de Octavio. Y cuál sería su sorpresa al encontrar destapada la fosa, muy cerca del epitafio del que aún se leía: “Te prometo que nunca te olvidaré, mi amor”, el mismo mensaje que en medio del dolor, un año atrás ella había sugerido para su amado. Y fue allí mismo donde Irene encontró una nota sin firma, la cual, como completando la frase del epitafio decía:

“Mi amor, yo sabía que vendrías. Cualquier noche de estas espérame con los brazos abiertos, te juro que muy pronto estaré a tu lado”.