Por: Jorge Armando Piedrahita Cabrera
“En un cementerio de pueblo, perdido en un pedregal, con
unas poquitas cruces y unas matas de radal. Va oscureciendo y ante la tumba
olvidada de su hijo, un paisano viejo viene a rezar. Se santigua por dos veces
y luego así le hablará…”. (fragmento
del poema típico costumbrista "Por eso" del Indio Duarte)
No eran más de las
tres de la tarde, cuando sentadas en unas butacas de madera, frente a un orinal
que abría y cerraba una entrepuerta de madera, al mejor estilo de las cantinas
en aquellas películas del viejo oeste norteamericano, Irene y Clementina, ya
habían perdido la cuenta de las cervezas que se habían tomado cada una.
El par de comadres se hallaban nada más y
nada menos que en la ‘Ultima lágrima’ una de las chicherías más reconocidas del
barrio El Libertador frente al viejo Cementerio del Sur, por la Avenida 27,
muy cerca de donde termina la Carrera 30, precisamente al lado del Santander y el Eduardo
Frey, otros dos barrios de gran tradición en esta parte de la ciudad de Bogotá.
Ya sólo estaban
ellas; los amigos se habían marchado, quizás ahuyentados por la pertinaz
lluvia que a esa hora había bajado su intensidad, pues durante el sepelio parecía un vendaval. Ni siquiera se inmutaron por pensar en quién iba a pagar la cuenta. Eso era lo
de menos, de algún lado saldría el dinero. Si se había conseguido plata para el sepelio con todo y las necesidades que tenían, unas cuantas ‘polas’ no iban a
cambiar el panorama.
Apenas un par de
horas atrás, Irene había enterrado lo que más quería en la vida; lo único que
tenía; su gran amor: Octavio.
Una absurda y mala
jugada del destino había impedido que en diciembre, como él se lo había
prometido, se casarían. Ya no podrá vestirse de blanco como era su gran sueño y así poder mandarle las fotos a su mamá para que ella se sintiera orgullosa. Ya
no tendrán los cuatro ‘pelaítos’ que habían planeado. Ya no sacarían en
arriendo ese apartamento que tanto querían por los lados de Meissen, ni
pondrían el negocio de chance que habían imaginado con su esposo. Lo único que
se le escuchaba decir cada cinco minutos era aquel estribillo, el mismo de ese viejo tema musical: “todo se derrumbó, dentro de mí, dentro de mí, hasta mi aliento ya, me sabe a hiel, me sabe a hiel…”
De nada sirvieron
los mariachis, ni la larga fila de amigos que en medio del torrencial aguacero
llegaron hasta el lugar. Porque ese día estaban todos: sus amigos del barrio,
los de infancia, aquellos que manejaban bus en la empresa, los que jugaban
microfútbol con él los viernes por la noche; hasta sus compañeros del colegio
llegaron ese día. Nadie quería dejarlo ir sin rendirle antes una despedida.
Pero ahora están allí, solas las dos comadres. Llorando ‘a pierna suelta’ como decía mi abuela, la una en el
hombro de la otra. Irene estaba inconsolable esa tarde. Se quería morir, y por
eso tomaba como nunca antes lo había hecho en la vida. Quería intoxicarse o mejor dicho 'beber hasta perder el sentido'. Quería salir de esa realidad que le recordaba a
cada instante que tendría que acostumbrarse a vivir sin él, sin el Octavio de
sus amores.
De qué servía que
el Ejército le hubiera entregado sus pertenencias: una vieja billetera en la que al
abrirla, era inevitable ver la postal del último estudio fotográfico que se
habían sacado juntos después de la reconciliación. De qué servían ahora las
llaves de la pieza, el uniforme verde oliva que ya nunca más le verá puesto, y
esa medalla plateada que siempre llevaba colgando del cuello.
Dos veces se había
desmayado durante el funeral. Pero cuando sus amigos levantaron el féretro para
introducirlo en aquel lúgubre y frío hueco, no lo soportó más. Sus gritos
desgarradores rompieron el silencio del lugar, como haciéndole eco a los truenos, que a esa hora parecieron unirse a sus lamentos.
“No te vayas…, no
te vayas, mi amor, no me dejes…, te lo ruego”, fue lo último que se le escuchó
decir. Después cayó dormida.
Ya no importan la
sarta de borrachos que morbosamente la miran desde otras mesas, o el estridente
sonido que salía por los bafles de la vieja rockola y que en cualquier momento dejaría de retumbar en el ambiente. Lo único que logró que Irene levantara la
cabeza que tenía recostada sobre la mesa, fue la voz de Darío Gómez. Ella alzó la
cara, y luego de mostrar su mirada perdida, tarareó un poco de ese conocido corrido popular: “naaaadie es eteeeeerno en el muuuuundooooo, niiii teniendoooooo un
corazóóóóón….”.
Y es que la letra del disco hasta le salía. Le quedaba perfecta: "...Cuando ustedes me estén despidiendo..., con el último adiós de este mundo, no me lloren que nadie es eterno, nadie vuelve del sueño profundo... Sufrirás, llorarás, mientras te acostumbres a perder, después te resignarás, cuando ya no me vuelvas a ver..."
Al otro día, al despertar, Irene
supo que había vivido la peor de sus pesadillas. Tirada en un potrero cerca de
su casa, y con la ropa sucia y rota como clara muestra de la distancia que
anduvo a rastras, no entendía aún cómo
la vida le había cambiado de la noche a la mañana.
Tuvieron que pasar
varios años antes de que Irene pudiera, con toda tranquilidad, volver al
cementerio en donde estaban guardados los restos de su gran amor. Tomada de la
mano de Felipe, su nuevo compañero sentimental, logró finalmente armarse de
valor para visitarlo, quizás por última vez; no sólo para cumplirse a sí misma
la promesa de no olvidarlo jamás, sino también para librarse de aquellos
fantasmas que desde hacía un buen tiempo no la dejaban en paz. Es que eran noches tras
noches de desvelos. Varias veces tuvo que soportar incesantes pesadillas, y levantarse a la
madrugada luego de escuchar ruidos extraños en distintos lugares de la casa. Es
como si los recuerdos de Octavio le impidieran rehacer su vida.
Pero ese día, para
ser más exactos un martes, que por pura coincidencia marcaba en el calendario
el número 13, se acabaron sus tormentos. O por lo menos eso fue lo que pensó
Irene, cuando llegó hasta la tumba donde seis años atrás se había despedido de
Octavio. Y cuál sería su sorpresa al encontrar destapada la fosa, muy
cerca del epitafio del que aún se leía: “Te prometo que nunca te olvidaré, mi amor”, el mismo mensaje que en medio del dolor, un año atrás ella había sugerido para su amado. Y fue allí mismo donde Irene encontró una
nota sin firma, la cual, como completando la frase del epitafio decía:
“Mi amor, yo sabía que
vendrías. Cualquier noche de estas espérame con los brazos abiertos, te juro
que muy pronto estaré a tu lado”.